Al rehusar entregarse, la histérica se ve inevitablemente arrastrada a la pendiente de la insatisfacción. Se trate del hombre que se niega abiertamente a penetrar a la mujer, o de la mujer que, aceptando la penetración, se niega a perder su virginidad fundamental, los dos vivirán sin escapatoria un estado permanente y latente de insatisfacción. Una insatisfacción que no se acantona en el mero registro sexual sino que se extiende al conjunto de la vida; a veces, con enorme dolor, a través de episodios depresivos y hasta de tentativas de suicidio. Sin embargo, a pesar de este dolor, el histérico se empeña asombrosamente en su insatisfacción. Tanto se empeña que hace de ella su deseo: deseo de insatisfacción; deseo con el cual Lacan marcó para siempre lo propio de la histeria. El histérico desea estar insatisfecho porque la insatisfacción garantiza la inviolabilidad fundamental de su ser. Cuanto más insatisfecho está, mejor protegido queda contra la amenaza de un goce que él percibe como riesgo de desintegración y locura.
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