Séptima parte
A medida que van pasando los años y sin poder decir que fue aumentando mi experiencia, me resulta cada vez más fuerte poder diagnosticar a una persona como psicótica. No quiero decir con esto que no hay psicóticos (los hay, pero como las brujas, sólo para quien las busca, sólo para quien cree en ellas) sino que digo peor, digo que me resisto al diagnóstico de psicosis, aunque este hecho por algunos de mis colegas más apreciados.
Transtornos del lenguaje tenemos todos y la esquizia fundante en el proceso psicótico, también, lo dice Lacan, es constitutiva del sujeto psíquico.
Cuando más joven, hasta tenía en cuenta, para hacer el diagnóstico, las llamadas relaciones sexuales. Los locos con esta mirada, se multiplicaban a mi alrededor, infinitamente.
Después, aún, fui comunista y evaluaba a las personas según tuvieran o no "buenos" lazos sociales. Ahí, bajo esos ojos, la locura era total; el que no era loco, era un cabrón.
Hoy en día me pregunto ¿quién no está loco allí, donde el tiempo arrasa la memoria?
En esto de la locura, siempre se tienen maestros.
No sólo llegué a estar rodeado de locos, sino que yo mismo vivía como los locos. Hasta que una mañana me levanté y me dije: vivir como un loco es una vida alucinante y yo no me veía así, por eso que a partir de ahí, busqué alguna diferencia entre yo mismo y los locos. Yo mismo tenía un mundo fantasmático, el loco era el que tenía un mundo alucinado.
Y si bien eso no era en apariencia una gran diferencia, para mí fue fundamental. El psicótico no tenía fantasías y las palabras que decían o escuchaban no tenían polisemia.
En su momento hasta me daban risa, darme cuenta que las diferencias estribaban en que la fantasía estaba en el psicótico reemplazada con la alucinación y la polisemia de las palabras quedaba anulada porque en el deliriio cada palabra quiere decir una sola cosa.
Miguel Oscar Menassa
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