miércoles, 20 de enero de 2010

La mujer y yo

11

Poco a poco fui creyendo todo lo que veía,
al tiempo ya no podía distinguir lo que veía
de la realidad, pero tampoco de los sueños.

Era de aquí, de allá, de donde fuera,
hubo noches que hacía la vida con pasión
y hubo días enteros donde sólo podía soñar.
Hacía el amor o el desamor a cada instante
y, cuando nadie me miraba, era ciega.

Hay en ella cuando se trata de mí
cosas que se repiten inalterables
su manera de besarme la boca
cuando canto alegre mis poemas.

Después, también es cierto,
ella vuela conmigo haciendo giros
que en el aire simulan una danza
y después, cuando caemos juntos,
nos reímos del amor en primavera
y ella gira en la tierra como en el aire
y muta y es cambiante y olvida.
Es capaz de dar la cara al universo y,
al mismo tiempo, dar la espalda al mundo.

Cuando me besa siempre igual,
de la misma manera siempre,
es para sostener
el reinado de sus besos
en mis palabras.

Después es divertida,
se ríe con los chistes,
ama las sedas y el carmín
y puede ser virtuosa
y ama de aquí y de allí
en varias lenguas y en silencio
y quiere educar a todo el mundo
y prefiere que las mujeres
se amen entre sí
y llora y nieva sobre el alba
y goza, ligera, sin posarse siquiera.
Pero cuando dice adiós
se cierra el corazón de la noche
cruje la montaña sensible al dolor
y mujeres y dioses enamorados
piden que no lo haga.

Más ella, ya estuvo arrepentida,
ahora
lo único que quiere del amor
es la libertad,
por eso cuando dice adiós,
aunque nos ame, es para no volver.

Adiós, amado,
y es como cuando la muerte
se desata solemne y despiadada
sobre los amantes en silencio.
Adiós, amado,
y en esta desesperación
que me aleja para siempre de ti,
te amo hasta el delirio de sentirme
la reina de tu boca en cada verso.

Miguel Oscar Menassa

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